Harari alerta en las primeras 83 páginas de su nuevo libro, como el humanismo, la religión actual, hace culto a la felicidad, la inmortalidad y la divinidad y que la ciencia trabaja para ello pero también puede contener la semilla de su caída.
Por: Fernando Duque Nivia / Democracia en la Red
El que piense
que la naturaleza es buena que vaya y mire nada más como se devoran entre
sí todos los animales; como el pez
grande se devora al chico y como el fuerte destroza al débil. Pero sucedió que un día, un simio
adelantado dio un salto cualitativo y descubrió la manera de devorarlos a todos
sin ningún límite (un pez no come rinoceronte, un caballo no come patos). Así
es como desde ese instante el ser humano se los devora a todos. Y con ese brinco
cualitativo fruto de la revolución cognitiva, afinó los métodos de la caza y la
guerra y se convirtió en el amo del mundo. Luego vino la revolución agrícola,
las grandes religiones, los imperios, la política, la filosofía pero, el ser
humano seguía siendo víctima del hambre, la peste, las enfermedades “naturales” y la guerra. Hasta que hace 500 años cansados de
aceptar este destino el ser humano se
arriesgó a “estudiar” la naturaleza para torcerle el cuello y se inventó la
ciencia. A mediados del siglo XX –es la tesis comprobada por Harari– el ser
humano dominó tres de esos problemas, al
punto de que hoy no hay ese tipo de pestes o su impacto es mínimo. Se muere más
gente de obesidad que de hambre y más de
diabetes que de guerra. “El azúcar es ahora más peligroso que la pólvora”, dice
el autor de referencia.
Mi conclusión es
que cambiaron las enfermedades, las inventó la misma ciencia, la industria o el
capitalismo. Bueno y… ¿esto debido a qué? Al desarrollo descontrolado del conocimiento.
Gracias al conocimiento, a la ciencia y a la tecnología, no sólo derrotamos
estas tres calamidades (que nos perseguían hace más de cuatro millones de años)
sino que no contentos con esto –porque
el ser humano nunca está contento– vamos por la solución de los otros tres
retos de mayor calado: la inmortalidad, la felicidad y la divinidad. Destronado
Dios de la sociedad humana, vamos por la inmortalidad. ¿Cómo así que una
persona con mucho dinero y poder no le va a pagar a los científicos para que le prolonguen la vida y no se tenga que morir
tan rápido como cualquier pobretón? La idea y práctica es regenerar órganos y
tejidos, invertir en genética y nanotecnología porque ese potentado no acepta
la muerte ni la vejez y querrá seguir disfrutando de los placeres mundanos por
lo menos hasta los 140 años.
La segunda, la
felicidad, es la religión de toda la humanidad. Todo el tiempo nos están vendiendo
la idea de que hay que ser más felices, que realmente ese es el sentido de la
vida y entonces que compre, viaje y
alardee, se muestre en una selfie y se vea tan lindo que quedó. Y ni un minuto
de dolor, malestar, incomodidad o tedio. No señor, todo el tiempo sintiendo
sensaciones placenteras. “La investigación científica y la actividad económica
se orientan a este fin, mejores analgésicos, nuevos sabores de helados, juegos
más adictivos para nuestros teléfonos inteligentes, etc., etc.”, y agregaríamos
lo último en el mercado… condones con sabor a chocolate, fresa o vainilla.
Y por supuesto
la inmortalidad. Ahhh… desde que el hombre es hombre ha soñado con eso. Desde que la mente y el lenguaje pudo hacer
soñar, crear, inventar, al hombre le ha fascinado ser todopoderoso, ser más,
ser dios, por eso se inventó a los dioses y a Dios. Un reflejo de su deseo. Ser mágico, ser fuerte, mandar rayos, hacer
morir, generar catástrofes. Está en el cerebro humano, miren nada más a los
niños, cómo gozan destruyendo reinos con sus espadas mágicas, sus pistolas
eléctricas, haciendo aparecer y desaparecer cosas. ¡Qué infantiles hemos sido
siempre y aún somos! Y ay! del que no lo sea, es un amargado, un resentido, un
triste, un infeliz. Pobrecito el que se
dedique a leer, a pensar, a observar y no esté frenéticamente consumiendo,
corriendo, bebiendo, tirando, paseando, comprando…
Bueno, a esta
inmortalidad le tenemos tres opciones: la ingeniería biológica, la ingeniería ciborg
y terminator. El primero te regenerará todo lo que se te dañe, el segundo te
repondrá con un aparato mecánico y el tercero, es inteligencia artificial:
terminator. Claro, esto no es para todo el mundo. Sólo para los que tienen el
dinero. Pero, acaso… ¿siempre no ha sido así? Obviamente, esto funciona
exceptuando catástrofes naturales, aviones que se caen, accidentes, atentados o un balazo en la nuca. Como siempre sólo los
ricos tendrán acceso a las comodidades
de la ciencia o ¿acaso alguien de Prepagada, EPS o Sisben puede volar rápido a España o EEUU como lo hicieron Vargas
Lleras y Santos últimamente a sus respectivos chequeos y tratamientos?
Bueno, sólo les
he contado lo que Harari cuenta en las primeras 83 páginas de su nuevo libro. El
piensa que el humanismo, la religión actual, hace culto a la felicidad, la
inmortalidad y la divinidad y que la
ciencia trabaja para ello pero también puede contener la semilla de su caída.
Tratar de inventar a Terminator lo puede llevar a su propia destrucción. Un día
él se cansará de ser esclavo de su creador y le hará lo mismo que nosotros al
simio, dominarlo (Blade Runner). Harari no es un áulico de la ciencia, él
cuenta lo que está haciendo la ciencia y muestra los posibles caminos hacia
donde nos encaminamos inconscientemente.
Nos recalca que Homo Sapiens es un animal, cómo llegó hasta acá abriéndose
camino entre todos los demás animales, cómo inventó la ciencia, porqué llegó a convertir el humanismo en la religión del
mundo, en el culto al hombre, y porqué estamos a punto de ser como dioses.
Por nuestra
parte afirmamos lo siguiente, que también lo dicen otros. Creo que la clave de
toda esta problemática está en la política y la ética. Cuando los griegos inventaron
las dos –que eran una sola– estaban
pensando en el bien para toda la humanidad. Hoy yo creo que la ciencia y la
política sirven para el bien de unos pocos. Y de unos pocos muy ambiciosos,
locos y enfermos de ambición y poder. El calentamiento global es el síntoma y
una consecuencia. Más de la mitad de los científicos trabajan proyectos para esos pocos potentados (menos
del 0.1%) para la guerra (armas, transporte, comunicaciones, medicina). La
ciencia no piensa, decía Heidegger y Estanislao Zuleta, son analfabetas o
esclavos de bata blanca.
A leer pues HOMO
DEUS para seguirnos asombrando de nosotros mismos.
[1] Yuval Noah Harari. “Homo Deus”, editorialPenguin Random House, Editorial
Debate, Impreso en Colombia Bogotá. 2016.
528 páginas.
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